miércoles, marzo 19, 2008

Romero, un ser del árbol celeste

Su esfinge, en la Abadía de Westminster, hace guardia junto a otros nueve mártires del siglo XX. Su rostro ilustra camisetas en las ventas de souvenirs en línea y en muchos mercados del país. Pintas y murales lo invocan. Romero es el único salvadoreño del que se presume está en los cielos y es el más universal de todos: su nombre condensa los nombres de los mártires de la guerra. Este 24 de marzo se conmemoran 28 años de su muerte... pero todo indica que sigue vivo.




Memorias de marzo, véalo también en Youtube

La Verdad y la Memoria

Miguel Huezo Mixco

“Nunca antes había estado en esta Iglesia”, pensé, mientras caminaba hacia el altar donde mataron a Oscar Romero. Aquí resonó el estampido que lo hundió en la agonía. Aquí dio su campanada la mala hora. Aquí rubricó con sangre su elección: correr la misma suerte de los pobres a quienes les dio voz. Santo histórico y moralista social, como lo llamó el poeta Francisco Andrés Escobar, el obispo ha despertado un culto espontáneo que se esparce hasta los sótanos del Vaticano.

La pequeña y limpia iglesia del hospital Divina Providencia, donde la muerte lo transfiguró en un mártir, es solo una estación del gran “vía crucis” de la historia salvadoreña. Como este, en toda la ciudad y el país se encuentran otros sitios de memoria, unos mejor recordados y otros muy olvidados. Con ellos podría hacerse un mapa de los lugares donde se produjeron esos eventos que sacudieron nuestra sensibilidad y moldearon la “personalidad” del país.

Visitarlos, recorrerlos y palpar los objetos (fotografías, placas, monumentos) que condensan aquellos sucesos. Recrearlos y, por qué no, disfrutarlos, por dolorosos que sean, exponiéndonos a la poderosa radiación que ellos emanan, debiera ser parte de nuestra formación básica como país. Los lugares de memoria, en vez de cimentar el odio, debieran darnos nuevos motivos para reflexionar sobre el pasado y el futuro del país.

Si hablamos de la historia reciente, la que ha sido marcada por la guerra civil, el Monumento a la Verdad y la Memoria, ubicado en el Parque Cuscatlán de San Salvador, es una pieza fundamental para la reconciliación nacional. Fue construido en 2003 gracias al esfuerzo de familiares de las víctimas y de numerosas organizaciones civiles y públicas.

Goza, además, de un entorno excepcional. A unos pocos pasos se encuentra la Sala Nacional de Exposiciones, la que fundó Salarrué, donde tienen lugar significativos actos artísticos y culturales. En dirección sur poniente está el Museo Tin Marín, uno de los proyectos educativos más innovadores. Y en el extremo poniente, el artista Julio Reyes ha realizado un magnífico mural que recoge hitos de la historia salvadoreña. Las autoridades municipales debieran mejorar el aseo, prohibir el ingreso de vehículos y realizar un empedrado que evite las polvaredas.

Erigir este Monumento fue una de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad nombrada por Naciones Unidas. Consta de un muro construido con más de cuarenta piezas de mármol grabadas con los nombres de unos 30 mil salvadoreños y salvadoreñas que perecieron en el marco del conflicto armado. Allí, los nombres del sacerdote Rutilio Grande, el ex canciller Mauricio Borgonovo, el poeta Roque Dalton y el empresario Roberto Poma se mezclan con otros miles de sacrificados.

Faltan nombres, sin duda, y muchos. Pero en el espíritu de las recomendaciones de la ONU, ese Monumento debe ser, no un espacio partidario, sino un lugar emblemático capaz de convocar a toda la sociedad independientemente de su color político.

Las autoridades nacionales han preferido no asomarse por ese lugar y evitar cualquier gesto de reconocimiento a esa magnífica obra. Por el bien del país, los herederos del gobierno de Alfredo Cristiani, bajo cuya administración se firmaron los Acuerdos de Paz, debieran desembarazarse, de una vez por todas, de los compromisos con un pasado sobre el cual ha caído un baldón universal. Honrar a las víctimas de la guerra nos interesa a todos.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 20 de marzo, 2008)

Vínculo de interés
"El muro de la memoria y la dignidad", Contrapunto

La muerte del Arzobispo y una niña de quinto

María Tenorio

"La situación está bien jodida", repetían los adultos una y otra vez, adosando adjetivos terribles a un sustantivo que me intrigaba. "¿Qué es la situación?", le pregunté un día a mi madre y obtuve una sonrisa por respuesta. "La situación" era tan poco tangible como imaginable para mi mente infantil de diezañera. Demasiado difusa, demasiado desconocida. Demasiado grande, demasiado abstracta. Una especie de boleto para salir de la tierra de infancia. Una palabra en boca de gente grande.

En marzo de 1980, cerca de la semana santa, "la situación" se puso muy difícil. Tanto que mis papás decidieron salir hacia Guatemala, donde "la situación" no estaba tan fea como aquí, y el domingo de ramos o el lunes santo amanecimos en un hotel en la capital del vecino. Recuerdo que la televisión del cuarto mostraba imágenes de gente corriendo y arrastrándose, y pilas de zapatos entre pocos de humo en un escenario que daba miedo. Era el funeral de Monseñor Romero. Eran los alrededores de Catedral. "La situación" estaba muy complicada. Eran los inicios de la guerra civil.

El martes de pascua del memorable año regresé al aula con mis veintitantas compañeras. Era la fecha normal para volverse a poner el aburrido uniforme escolar. Estaba cursando el quinto grado. En el colegio no se hablaba de Monseñor Romero, ni de las pilas de zapatos, ni de los muertos de catedral, ni de la alborotada "situación" del país. El magnicidio no fue recordado en las misas de las 9:30 de la mañana de aquella semana de pascua. Las señoras del Opus Dei y el sacerdote que daba misa diaria parecían ser de una religión distinta a la del Arzobispo mártir. De un planeta distinto al de los adultos de extramuros. La actualidad no cabía en el salón de clases. "La situación" estaba fuera de los muros escolares. Más allá del pizarrón verde de quinto grado.

Quinto grado era para aprenderse los ríos y los lagos, los volcanes y las capitales de Centroamérica. Año de dibujar mapas con mis nuevos lápices de color Faber Castell. Quinto grado era para hacer operaciones con quebrados. ¿Cuánto suman un medio y dos tercios? Para memorizar "Los ojos de los bueyes" de Alfredo Espino y el "Madrigal" de Gutierre de Cetina. "Ojos claros, serenos, si de un dulce mirar sois alabados, ¿por qué, si me miráis, miráis airados?" Para entender cómo funcionaba el corazón humano... pero no para entender cómo ni por qué dejó de funcionar el de Monseñor Romero aquel 24 de marzo de 1980 cuando "la situación" comenzaba a ponerse color de hormiga o, más bien, cuando yo comenzaba a darme cuenta de ello.

Imagen: Mural de San Luis de la Reina, San Miguel.

Vínculos de interés

Homilías de monseñor Romero

“Los santos vienen marchando”, de Sergio Ramírez

miércoles, marzo 05, 2008

Pura nostalgia...

Dos miradas a la música en español que se escuchaba en las tuberías de los años 80, cuando el inglés era la lengua hegemónica de la música joven en este país, y Shakira era una bicha de trenzas y uniforme de colegio. Silvio, Bosé, Mateos y la Torroja. "Cruz de navajas por una mujer/ brillos mortales despuntan al alba/ sangres que tiñen de malva/ el amanecer".

Desobeder y cantar

Miguel Huezo Mixco

La fila de personas que ingresaba al estadio nacional la noche del viernes 29 de febrero se movía como la cola de una piscucha. El tráfico de las siete de la noche era intenso. Al llegar a la intersección entre la calle El Progreso y la 49, el taxista renunció a la posibilidad de dejarnos en la entrada principal. “Aquí voy a tener que dejarlos”, dijo. Mientras contaba los billetes por el pago de la carrera, preguntó: --Y este Silvio Rodríguez, ¿es un cantante de salsa?

No es fácil responder a una pregunta de esas. El trovador cubano no está en la órbita de Willie Colón, pero tampoco en la de Shakira. Aunque los cubanos tienen fama de bailadores, no me lo imagino contoneándose y cantando en inglés. Silvio ha calado en el público salvadoreño pese a que sus canciones –salvo alguna excepción— no han ocupado los primeros lugares en las radioemisoras locales.

Si se quiere una muestra de su popularidad, baste saber que sus discos están presentes en las ventas de CD pirateados. Cuando te piratean, sos un éxito. En los primeros años de la guerra Silvio se escuchaba casi en secreto y en círculos de iniciados. Sin embargo, no es un cantante para minorías. Tampoco es un agitador. Aunque ha intentado componer para la plaza pública, sus mejores canciones –con excepciones, de nuevo-- suelen tener imágenes complicadas y hasta surrealistas. Su propuesta –idealismo, rebeldía, sacrificio y lucha a muerte contra el desánimo-- no es muy “comercial”. Por ello, su presentación en San Salvador fue diferente. Aunque algunos digan que esa noche el estadio estaba en clímax, no es verdad: el suyo fue más bien el recital de un poeta. Casi aburrido pero intenso, como los poetas de verdad. Modesto en recursos. Carente de espectacularidad.

La primera vez que escuché su música fue en un acto estudiantil, en la UCA. La guerra ya enseñaba las uñas, pero yo de quien huía era de mi profesor de matemáticas. Al final de un discurso nada recordable, el escenario fue ocupado por una jovencita con una voz sencillamente celestial, que cantó una canción dulce y terrible. Por un momento pensé que era una adaptación de El Principito, de Saint-Exupéry.

El grupo que la interpretó se llamaba Nahui. Pregunté el nombre del autor. Y yo, que venía de escuchar el rock de Jethro Tull, me sentí fuera de onda. No sabía entonces que una estrofa de aquella canción, andando el tiempo, se volvería en mi sino. “Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”.

Después de Silvio, llegaron los discos de Quilapayún, Mercedes Sosa y Víctor Jara, llevados a mi casa por los amigos del Teatro Grupo Independiente, a quienes solía acompañar en sus presentaciones callejeras. Como en el circo de Orestes y Patagón, de la novela de Haroldo Conti, ninguno de nosotros sabía todo el riesgo que desataban aquellas actuaciones.

En las oscuras y luminosas tuberías de los años ochenta mi banda sonora tuvo como uno de sus intérpretes principales a Silvio Rodríguez (y a otros menos “contestatarios”, como Spandau Ballet y Joaquín Rodrigo). La mágica guerra de este músico-poeta consistió en mostrarnos que todo lenguaje comporta la posibilidad de afirmar... y de negar. A las conminaciones que nos ordenaban: “¡calla!”, “¡resígnate!”, Silvio nos enseñó a desobedecerlas con arreglos de guitarras. Que siempre es posible desobedecer y cantar.

Música que se entiende

María Tenorio

Era conocida como "Mil campanas", aunque su título era "Ni tú ni nadie". La coreábamos y bailábamos con lujo de energía en fiestas y reuniones del último año de bachillerato. Era de Alaska y Dinarama, de quienes sabía -y sé- que eran españoles y punto. Mi forma de consumo musical no me pedía más información: la canción, su nombre y el de quien la cantaba, para pedirla en la radio.

La radio que escuchaba en aquel entonces, hace 20 años, se llamaba Súper Stéreo, la Doble S, en el 105.7 del dial. Programaba solo música en español para oyentes jóvenes: pop, rock y canción protesta, entre otros géneros. En ella estaban prohibidos Julio Iglesias, Camilo Sesto, José José y otros del mismo tenor, apropiados por las emisoras de corte romántico para público adulto sin el adjetivo de contemporáneo. La Doble S, por su parte, se presentaba como una alternativa a las estaciones de radio juveniles --La Femenina y la Mil 80-- que tocaban la música de moda... en inglés.

El inglés era, sin duda alguna, la lengua hegemónica de la música joven que se oía en este país en los tiempos cuando Shakira (1977) era una niña de trenzas y uniforme de colegio. Los circuitos de difusión de esa música, cuyas letras yo no entendía, volvían imposible dejar de escucharla. Estaba en todos lados: cafeterías, discotecas, fiestas, bares, casas de amigos. Sin embargo, en mi espacio privado, mi habitación en la casa de mis papás, mi radio-casetera no quiso volver a tocar canciones en inglés. Me hice fanática de la música en español.

"Mil campanas" y la Doble S fueron, y son, íconos de una opción de consumo cultural que adopté a los tiernos 18 y a la cual sigo fiel. La emisora lanzó al espacio público una serie de producciones musicales recientes y pasadas, que recibían apenas atención marginal en las ondas radiales salvadoreñas de finales de los ochentas. Un efecto de ese boom de difusión fue el de aplanar diferencias entre corrientes musicales y tiempos de producción. "Ojalá", de un tal Silvio Rodríguez, era una canción de despecho que se escuchaba en seguidilla con la crónica de infidelidad, "Cruz de navajas", de Mecano, y en mezcla con las "Mil campanas" de Alaska. Miguel Bosé y su "Salamandra" se codeaban "Con todos menos conmigo" de Timbiriche y con el "Duende" guatemalteco de Alux Nahual. "Devuélveme a mi chica", de los Hombres G, era un reclamo que se hacía oír junto a las cuasi-oraciones que interpretaba Mercedes Sosa.

Toda era música para cantar que se entendía, casi siempre, la primera vez que se escuchaba. Tenía la gracia adicional de enseñar mexicanismos, argentinismos y españolismos. "Música en tu idioma", decía, o dice, alguna emisora de radio que no identifico. El disco duro de mi computadora --donde ahora suena Joaquín Sabina-- está lleno de ella.