miércoles, septiembre 02, 2009

El señor de los perritos

Miguel Huezo Mixco

"No le des comida a ese perro", le decía con cierta irritación. "Se va a acostumbrar", insistía. Pero para mi hijo aquello era como oír llover. El animal se presentó un día, famélico y asustadizo, en la puerta de la cochera de la casa. Mi hijo fue a sacar algo de comida y se la dio. Claro, al día siguiente estaba allí, puntual. Cuando me di cuenta comencé a decírselo: "No le des comida a ese perro...".

Tengo una relación ambigua con los perros. Se dice que los proto perros se desprendieron de los lobos y se quedaron a vivir con los humanos, acostumbrándose a comer sus sobras, ayudándoles a cuidar de sus propiedades y a dar caza a las demás especies. En esa historia hay algo que no termina de gustarme.

En la casa de mis padres no hubo perros y nunca me acostumbré a tratarlos. Para complacer a mis hijos en tres ocasiones intenté sin éxito tener perro en casa. Nunca me imaginé que llegaría a tener nueve de una sola vez.

Un primero de enero, mientras la ciudad todavía dormitaba bajo los efectos de la Nochevieja, salí a la cochera y me encontré escondido debajo de mi carro al perro que mi hijo alimentaba. Intenté asustarlo dando zapatazos contra el piso. El animal me miraba pero no se movía. Simulando estar muy furioso me acerqué para tratar de asustarlo aun más. Así miré que en su derredor había uno, dos, tres, cinco, ya no sé cuántos cachorros recién nacidos. Es más, en ese mismo instante la perra (contra lo que yo pensaba, no era un perro) estaba dando a luz a uno más...!

Dí un pequeño grito de susto y me fui a despertar a mi hijo para que se hiciera cargo de la situación. Lo que siguió fue inusitado. Ese día mi casa se convirtió en el centro de atracción de numerosas personas que llevaban a sus niños a ver y chinear a los perritos. Ante tanta visita, dejé a disposición de la perra y sus nueve críos la cochera.

Viví por varias semanas en esa "perrera". Nunca terminé de sentirme a gusto. Al volver del trabajo me encontraba a las amigas de mis hijos aseando y alimentando a los perritos con biberones. Sin embargo, pude darme cuenta que mis relaciones con los vecinos habían cambiado. Una tarde, cuando volvía a casa cargando las bolsas del súper, dos buenas señoras me detuvieron para felicitarme por el gesto de darle morada a aquella camada de cachorros.

Desde que dejé la casa de mis mayores no he hecho amigos en ninguno de los numerosos vecindarios en los que he habitado. De pronto me había vuelto popular en la cuadra. Luego, me descubrí diciendo adiós con la mano. Supe que en el vecindario se me conocía como "el señor de los perritos". Nunca me imaginé como un personaje de los 101 dálmatas en un vecindario del poniente de San Salvador.

Cuando los cachorros comenzaron a volverse más fuertes, mis hijos los fueron regalando. Todos encontraron nuevos hogares, incluyendo la perra. La verdad, cuando se fue el último cachorro (que mi hijo intentó quedárselo, sin éxito) me sentí aliviado. Han pasado algunos años desde entonces. Ya no habito en aquella casa. Pero cuando alguien que no conozco me saluda con amabilidad, suelo pensar que esa persona proviene de aquel vecindario donde una vez fui conocido como "el señor de los perritos".

(Publicado en La Prensa Gráfica, 3 de septiembre de 2009)

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