jueves, septiembre 17, 2009

México D.F., función continua

María Tenorio

Un popurrí de música pop de los ochentas ocupa por un par de minutos nuestro vagón del metro que abordamos en General Anaya. La grabadora que lo emite sale de la mochila de una mujer joven y fornida que ofrece CD a 10 pesos (13 pesos hacen un dólar). Mientras se extingue el sonido del pop se comienza a oír la salsa, de la clásica, arrojada desde la espalda de un ciego. La piratería da trabajo a los ciegos en este país, comenta Pablo. Dan ganas de ponerse a bailar.

A continuación otra mujer, chaparra y morena, ofrece paquetes dobles de chicles a 5 pesos. El espectáculo continúa a cargo de un malabarista: tres manzanas, dos verdes y una roja, giran en el aire por unos minutos; una gorra extendida pide sencillo. La próxima es nuestra estación, dice Pablo en el momento mismo en que se encienden las rancheras, otra mochila, otro ciego. Discos piratas. No hay que comprar aquí que son de mala calidad, advierte la Gaby levantándose apurada del asiento con la Gorda chineada y Pablito de la mano. No veo que nadie en el tren compre la música.

Salimos del metro sobre el Zócalo, la inmensa plaza que da centro a la ciudad de México, cuadrilátero solo menor en superficie a la Plaza Roja de Moscú. Un paseante de ese domingo, víspera de las celebraciones de la independencia, contrasta encamisetado de súperman con hombres semidesnudos --taparrabo, penacho y tobilleras de cascabeles-- que danzan cerca de la entrada del Museo del Templo Mayor. Ese está totalmente borracho, dice Miguel tras haber arrebatado una foto a uno de los danzantes, quien reacciona pidiéndonos dinero. A nuestra derecha vemos de reojo un chamán que, con manojos de olorosas hierbas, hace una "limpia" a una pareja.

Hemos caminado entre las ventas patrióticas que decoran calles y Zócalo con el tricolor de la bandera. Rojo, blanco y verde a diestra y siniestra. Puestos improvisados con cornetas de plástico, aretes y pulseras, sombreros y gorras, gallardetes, globos, diademas y ganchos para el pelo, camisetas, binchas, calcomanías. Viva México, cabrones, rezan algunos objetos. Otros exhiben el escudo con el águila y la serpiente sobre el nopal, figura reconstruida en 3D en una gigantesca y dorada escultura temporal al lado de la catedral. Una vendedora usa pestañas postizas tricolores y Pablo se acerca a comprarle un bigote de felpa, para unirse disfrazado al espectáculo de la gran ciudad.

El Museo del Templo Mayor, maravilloso, como lo saben hacer los mexicanos para construir su mexicanidad tan noble, tan antigua, tan monumental. Pero permítanme seguirles hablando de la calle, donde volvimos luego de dos horas de paseo museístico, con la panza vacía y con la oferta de unos tacos al pastor en El Huequito, sobre la calle República de El Salvador, qué casualidad.

Sobre la calle Madero, de camino hacia la taquería, hacen de estatuas vivientes un falso monje encapuchado, un hombre plateado con penacho y otro tipo con traje, rostro, manos y sombrero blancos. Pablito, el hijo, se detiene frente al último, especie de James Bond criollo, talqueado: hay que dejarle una moneda. De pronto se aproxima un organillero vestido de caqui, dale que dale con la musiquita mientras otro con igual atuendo extiende el sombrero, ¡que no se pierda la tradición!, grita a los transeuntes, propios y ajenos, que paseamos ese fin de semana por las calles del centro histórico. La función continúa en el D.F.

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