miércoles, octubre 27, 2010

El Tercer Reich, novela póstuma de Roberto Bolaño

María Tenorio

Me acerqué a El Tercer Reich (Anagrama, 2010) con una sensación ambivalente: por un lado, el entusiasmo de leer una novela de Roberto Bolaño (1953-2003); y, por otro, la sospecha de ser víctima de una trampa editorial. Alguien, cuya opinión respeto, me dijo que se trataba de un texto de juventud cuyo autor nunca quiso publicar, una mera estrategia comercial diseñada para incautos (o fanáticos) como yo. No obstante, esta obra póstuma, publicada 21 años después de escrita, me ha parecido mejor que otros libros del célebre chileno.

El Tercer Reich no es una ficción histórica sobre la Alemania nazi. Alemanes son su personaje principal y varios de los que le acompañan en su estancia en un pueblito de la costa catalana. Udo Berger, el joven protagonista, vuelve al hotel Del Mar, donde temporaba con sus padres, pero esta vez junto a su novia Ingeborg para pasar las vacaciones del verano. Entre las salidas a la playa, a los bares y a las discotecas, la pareja traba relación con los conflictivos Hanna y Charly, los españoles el Lobo y el Cordero, y el extraño Quemado. Además, Udo se reencuentra con la enigmática Frau Else, la dueña del hotel. En ese mundillo de personajes se desenvuelve el relato. 

El título lo toma la novela del wargame, el complicado juego de mesa del que Udo es campeón en su país natal. El joven instala un tablero en su cuarto del hotel para entretenerse mientras Ingeborg disfruta del mar. Debe preparar un artículo para una revista especializada, además de practicar Tercer Reich para enfrentar al campeón estadounidense Rex Douglas en Francia. (Confieso que me salté las partes dedicadas a explicar los movimientos del juego, que abundaban en nombres de generales, batallas, ciudades, armamentos. Menos mal que Bolaño no abusó de esos detalles.)

La novela, de 360 páginas, está escrita en forma de diario por Udo Berger, quien se propone destinar parte de su día a registrar los acontecimientos del hotel Del Mar así como los movimientos de su juego. A diferencia de otros libros de Bolaño que he leído, este está narrado cronológicamente por una misma persona sin mayor recurso a saltos de tiempo, lugar o perspectiva. En ese sentido es una novela "tradicional", sin mayores alardes técnicos, con un hilo fácil de seguir. Su riqueza reside en la progresión de la trama, que va complicándose hasta tornarse angustiosa. Una especie de thriller o, como dice el reseñador Roberto Careaga, una novela policial sin asesino. El ambiente playero, que inicia con sol y bañistas, va poco a poco llenándose de sombras y de amenazas que nunca sabemos si llegarán a materializarse.

Destaca en este libro el lenguaje de Bolaño: claro y, a ratos, opaco; directo, pero también sugerente; fluido, aunque, por momentos, dilatado y lento. Sin duda, las palabras son el instrumento que convierte a esta historia en una pieza estética. Estoy de acuerdo con que la novela podría haberse editado y contado en menos páginas, como sugieren algunos reseñadores. Sin embargo, eso no deja de ser un lugar común cuando de obras extensas se trata. Algo semejante podría decirse de Los detectives salvajes (1998), del mismo Bolaño.

Pero les decía al principio que me gustó más que otras novelas del autor: me refiero a Una novelita lumpen (2002), Nocturno de Chile (2000) e incluso Estrella distante (1996). En mi opinión, El Tercer Reich es una obra más completa o redonda que las mencionadas, con personajes bien logrados --en particular, el protagonista--, una historia bien contada, y un lenguaje que genera suspenso. En definitiva, no me sentí timada por el editor. Sigo con ganas de leer más de Bolaño y, por fortuna, todavía tengo varios títulos pendientes.

(Publicado en Contracultura, 26 octubre 2010)

Ilustración: International Toy Soldier Gallery

El Bicentenario ¿Algo que celebrar?

Miguel Huezo Mixco

La historia oficial describe los hechos del 5 de noviembre de 1811 en San Salvador como una insurrección. En derredor a aquella fecha, en una conjunción de diversos tipos de descontento, barrios enteros de la ciudad junto con ciudadanos prominentes, se amotinaron contra la autoridad constituida. Aquellos hechos se consideran el inicio del proceso de Independencia de España. Las autoridades nacionales y locales se aprestan para celebrar, en 2011, los 200 años de aquel suceso. ¿Tiene algo que celebrar un país fragmentado que no es capaz de pagar ni sus propias cuentas?

La primera vez que escuché que el país se aprestaba a celebrar en el 2011 su Bicentenario, junto con Venezuela y Paraguay, fue en CNN en Español. Como todos sabemos, la Independencia centroamericana tuvo lugar en septiembre de 1821. De inmediato me puse a escribirle un correo electrónico a Claudia Palacios, presentadora y conductora, a quien había conocido unos meses atrás en Tijuana, México, advirtiéndole del grave error en el que estaba incurriendo la poderosa cadena de noticias.

Claudia me respondió que CNN se había limitado a acoger las fechas conmemorativas definidas por los países del Grupo Bicentenario. No había, pues, tal error. Como lo supe más tarde, El Salvador se sumó a la iniciativa de la XVII Cumbre Iberoamericana de 2009, de "conmemorar los bicentenarios de la Independencia de varias naciones iberoamericanas"... y así comenzó la historia.

La Comisión nacional para el Bicentenario, hasta donde sabemos, no cuenta todavía con un plan de acción. De hecho, en el sitio oficial del Grupo Bicentenario si uno pulsa en el botón correspondiente a El Salvador no hay nada que ver. Nadie parece haberse preocupado tampoco por corregir --este sí, un craso error-- la fecha de la Independencia salvadoreña que en ese mismo sitio Web aparece en el año 1823 (!). Esto no tiene otro nombre más que desidia.

Este vacío es un reflejo de otro más grande: el vacío de contenido en torno a la fecha, que amenaza con volver la celebración en un evento improvisado pero abundante en declaraciones y discursos inflamados de patriotismo de ocasión. En una celebración de este tipo lo importante no son tanto las recordaciones y la repetición de los clichés nacionalistas, sino la reflexión seria y responsable sobre el momento que vive nuestra sociedad y la manera en que esta va a resolver la crisis en la que se encuentra.

El Bicentenario debiera ser un momento crucial para conversar sobre lo que hemos hecho bien y también sobre lo que de verdad debemos cambiar y mejorar. Debiera ser aprovechado como la oportunidad de aprender de los acontecimientos y de los hechos pasados. Sin embargo, este no parece ser el caso.

El modo improvisado de acometer una fecha que se ha considerado trascendental para la historia nacional no es muy distinto de la forma en que se abordan los problemas cruciales para el país. Nuestros fracasos económicos, que se han sucedido uno tras otro y llegan hasta nuestros días; la tremenda vulnerabilidad ante los eventos climáticos que dejan secuelas trágicas; la incapacidad para retener a millares de jóvenes que han salido huyendo, como de una peste, para realizar sus sueños; y la inseguridad ciudadana que coloca a El Salvador entre los países más peligrosos del mundo, dibujan la existencia de una crisis que no es solo coyuntural, sino más profunda.

La factura de nuestra incapacidad de integrar un país en torno a metas comunes no la pagarán nuestros nietos. La estamos pagando ya nosotros. El Salvador necesita repensarse culturalmente. Es una tarea que lleva doscientos años de retraso.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 28 octubre 2010)

miércoles, octubre 13, 2010

Alfredo Zamora, el rebelde


Miguel Huezo Mixco

El domingo 10 de octubre las cenizas de Alfredo Zamora fueron esparcidas, como fue su voluntad, en Chalatenango. Alfredito volvió así al lugar donde probablemente fue más feliz que nunca. Lamento haberme perdido su último gran "performance", pero la vida es así. Cierro los ojos y trato de recordar cómo lo conocí...

Corría el año 1971. En nuestro país, aquel año fue el equivalente del 68 europeo: la historia tomó un impulso utópico que pronto se tiñó de sangre. El viejo juego de las ejecuciones, uno de los favoritos de nuestra cultura, se había vuelto a poner en marcha. La época se inauguró con el secuestro y asesinato del empresario Ernesto Regalado Dueñas. Aunque el gobierno militar dio a conocer el nombre de los presuntos responsables --los estudiantes Guillermo Aldana y Carlos Menjívar— para muchos, incluido mi padre, el crimen había sido obra del general José Alberto Medrano.

Mi padre, como luego supe, estaba equivocado. Aquel hecho era la partida de nacimiento de una de las organizaciones armadas revolucionarias del país. Quien me sacó de dudas fue Carlos de Sola, el Director de Cultura del Ministerio de Educación. Cuando le repetí lo que había escuchado sobre el asesinato de Neto Regalado me dijo: "¡Choco, no seas pendejo! En este país hay una guerrilla…".

La onda expansiva del caso Regalado Dueñas llegó a lugares insospechados, incluidas las aulas del colegio de curas donde estaba por sacar mi cartoncito de bachiller. Es aquí donde mi memoria me trae a escena a Alfredo Zamora.

Alfredo tendría no más de 15 años. Delgado, de nariz afilada, mostraba una calva prematura que le daba un cierto aire enfermizo. Había ganado popularidad por sus encontronazos con profesores y curas. Sus amigos más cercanos en aquel colegio eran mi hermano Luis Roberto, Carlos “el feo” Briones (quien llegaría a ser el Director de Flacso, fallecido hace un año) y el ahora cirujano Luis Cousin.

Zamora protagonizó un inolvidable enfrentamiento con nuestro profesor de Constitución, el ya por entonces reconocido abogado Kirio Salgado. Este profesor seguía con especial atención los pormenores del juicio contra otros dos presuntos implicados en el crimen de Regalado Dueñas, entre ellos el estudiante universitario Jorge Cáceres Prendes quien, a su vez, era defendido por uno de los hermanos mayores de Alfredo, el joven y brillante abogado Rubén Zamora.

Salgado era elocuente y mordaz. Parecía convencido de la culpabilidad de los acusados y no perdió la oportunidad de utilizar el caso para ilustrar, en el salón de clase, el funcionamiento de las leyes salvadoreñas. Fue en una de aquellas disertaciones que Alfredo Zamora pidió la palabra para contradecirlo. El debate se volvió acalorado. Al final, Salgado, entre divertido y molesto, constituyó, con la participación de los alumnos, un tribunal para establecer si Zamora le había faltado el respeto. La noticia se regó por todo el colegio.

Alfredo era inteligente y discutidor pero tenía todas las de perder, como en efecto ocurrió. Aquel jurado de colegiales lo encontró culpable. Su condena consistió en recibir por un tiempo la asignatura de Salgado de pie y afuera del salón de clases. Estoy seguro de que Alfredo vivió aquel castigo como un triunfo.

La vida nos ofrecería numerosas ocasiones de encontrarnos y hasta de probar el filo de nuestras mutuas intransigencias. Pero aquel episodio colegial me produjo una simpatía que no solo alimentó mi amistad por Alfredo sino que también me ayudó a superar nuestras diferencias. Ahora, su última voluntad, la de difuminarse en el aire y la tierra chalateca, me hace admirarlo todavía más.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 14 de octubre de 2010)

Ilustración: La Libertad guiando al pueblo, de Eugene Delacroix, 1830

Colibrí y Margarito

María Tenorio

Al teatro se le ha atribuido, desde hace siglos, una función educativa. El periódico sansalvadoreño El Amigo del Pueblo (1843) advertía que "el teatro es una escuela práctica de moral y buen gusto, en donde las artes liberales, y sobre todo el ejemplo, concurren a suavizar las costumbres y extirpar los malos hábitos". Recordé esta cita decimonónica cuando me disponía a escribir este comentario sobre el espectáculo infantil "Enanos y gigantes" que presencié el pasado sábado en el auditorio del MUNA (Museo Nacional de Antropología).

Dos lecciones nos ofreció, a grandes y pequeños, la pieza teatral del grupo español Sol y Tierra, que se presentó como parte del FITI (Festival Internacional de Teatro Infantil): la aceptación de la diversidad, y la búsqueda del balance entre trabajo y diversión. La obra trataba sobre el particular encuentro entre el enano Colibrí y el gigante Margarito, representantes de pueblos vecinos que no se relacionaban pues se tenían desconfianza. Mientras los enanos vivían dedicados a divertirse, los gigantes eran adictos al trabajo. No obstante, un buen día, Colibrí se aventuró a cruzar el desierto rosado hasta llegar a la tierra de los gigantes... y se hizo amigo de Margarito.

A juicio de mi hermana y mío, la pieza debió haber concluido allí, con esa rica amistad que volvería trabajadores a los enanos y enseñaría a jugar a los gigantes. He de decir que el ritmo lento y el carácter repetitivo de aquella lección de "moral y buen gusto" nos tenía un tanto exasperados a los adultos que acompañábamos a nuestros pequeños esa mañana de sábado. Una señora mayor, vestida de rojo y sentada en la fila frente a la nuestra, se entregó a una siesta mientras los dos actores desplegaban sus dotes; al mismo tiempo, un padre de familia caminaba azorado por el pasillo opuesto.

Pero la historia continuaba con un personaje un tanto insulso, aunque ciertamente provocador: el Pato Sabio. Este habitante del desierto rosado debía aprobar la amistad entre los disímiles Colibrí y Margarito, pues no era bien vista por los demás enanos. El Pato Sabio, lo confieso, me ha dejado pensando que en nuestra cultura occidental y teísta la sanción de alguien más --una autoridad-- es requerida para desafiar el estatus quo y sentirse a gusto en una situación que, por costumbre, ha sido objeto de prohibición. ¿Será que se necesita de un "pato sabio" para actuar en contra de la corriente? Ahí les dejo la pregunta.


Los niños y el espectáculo


Ahora bien, desde la óptica de los niños, no temo afirmar que la obra les gustó y los entretuvo mientras recibían su ración de valores morales. Los seis "enanos" de nuestro grupo familiar, cuyas edades oscilaban entre los 3 y los 8 años, estuvieron muy atentos a lo que lentamente les ocurría a Colibrí y Margarito. Tampoco se resisitieron mayor cosa a seguir las indicaciones del cuentacuentos cuando nos ponía a aplaudir, a agitar los brazos, o a tocar la nariz de nuestro compañero de butaca. Ninguno pidió irse antes de que concluyera la función.

En relación con el espectáculo como tal, esperaba más de un grupo teatral procedente de España. El decorado era, para mi gusto, demasiado sencillo: una pared cubierta por telas que simulaban un valle, un desierto y una montaña. El títere que hacía de Colibrí parecía un simple muñeco de trapo. No así el gigante Margarito, que lucía una elaborada máscara azul con un gran nariz. Sin embargo, he de admitir que los actores eran simpáticos y cercanos. Prueba de ello es que varios niños subieron con entusiasmo al escenario, para actuar en la obra, y que, al final, otros tantos saludaron y se tomaron fotos con los personajes.

En suma, cuando asisto a teatro para niños espero divertirme al tiempo que recibo la consabida lección. Voy dispuesta a dejarme embrujar por las magia de la representación. Si bien entiendo que el ritmo para contar una historia varía según la audiencia, algunos shows para "enanos" logran encantar también a los "gigantes". Lamento decir que este no fue el caso. Espero tener más suerte en la próxima.

(Publicado en Contrapunto, 12 octubre 2010)

Ilustración: "Giant Sleeping" (1984) de Barry Moser