Un viejo conocido lo repite a quien quiera escucharlo: El Salvador ha crecido de espaldas al mar.
Las 200 millas náuticas sobre las cuales El Salvador ejerce soberanía representan una superficie bastante mayor que los 20 mil kilómetros cuadrados de su territorio. Pero en términos prácticos, los salvadoreños no hemos visto el mar como una oportunidad para el desarrollo sino como una inmensa cloaca. Las principales playas públicas de El Salvador se han convertido en tugurios y botaderos de basura.
Recordaba esto mientras recorría en una pequeña lancha de motor la bahía de Jiquilisco, en el departamento de Usulután. Llegamos allí con un grupo de colegas para documentar los esfuerzos de desarrollo local que están haciendo en la zona una decena de comunidades de pescadores ubicadas en los municipios de puerto El Triunfo, San Dionisio y Jiquilisco con el apoyo de organismos internacionales e intergubernamentales.
Pese a las dificultades, que saltan a la vista, es fácil darse cuenta de que numerosas comunidades tienen una manera diferente de relacionarse con los recursos que les ofrece el mar, y esto les ha permitido comenzar a transformar su vida y mejorar sus ingresos.
Héctor, el lanchero que nos condujo entre los meandros de la zona de manglares, nos contó su propia experiencia como migrante, atravesando el desierto y cómo, finalmente, las autoridades de Estados Unidos lo detuvieron y deportaron. De vuelta a casa, Héctor se involucró en uno de los proyectos de cultivo de curiles en la zona de la isla La Pirraya.
Esta localidad, integrada inicialmente por familias desplazadas por la violencia durante la guerra civil, ha alcanzado celebridad porque de allí son originarios los integrantes de la selección nacional de fútbol de playa, que en pocos años ha conseguido más triunfos internacionales que la “selecta”.
Héctor decidió quedarse. Como él, muchos otros han seguido su ejemplo y están trabajando duro para convertir a la bahía en un nicho de producción pesquera y de turismo. Estas comunidades, como muchas otras en el interior del país, poseen un activo que no es frecuente encontrar: sentido de solidaridad y trabajo colectivo a partir de su propia experiencia.
Nos hospedamos en un pequeño hotel, allí mismo, en La Pirraya. A la hora de la cena, sobre el pequeño puerto de madera que se introduce unos 20 metros dentro del mar, miramos las luces de los barcos pesqueros entrando apresurados a la bahía. Una tormenta nos obligó a guarecernos en nuestras habitaciones. Para dormir libré primero una pelea a muerte contra los insectos con la ayuda de un ventilador.
Después de un desayuno tempranero, acompañamos a los pescadores en la recolecta de curiles. Los curileros, hombres y mujeres, se introducen en el agua estancada del manglar para extraer aquellos apetecidos frutos de mar. Para espantar los jejenes llevan puros hechos a mano, que fuman sin parar mientras dura la faena, la cual puede alcanzar seis horas.
Fuimos también a mirar los deshechos de lo que alguna vez fue una flota de barcos de empresas pesqueras. En la ruta nos encontramos con algunos barcos pesqueros, verdaderos edificios flotantes, viejos y oxidados, donde, a todas luces, se labora en condiciones precarias.
Uno de los pescadores nos ofreció llevarnos mar adentro hasta la corriente en donde se miran nadar, como dentro de un vórtice, a las tortugas, y se avistan pequeñas manadas de ballenas largando chorros de aire y agua pulverizada.
Vivimos sobre un verdadero tesoro escondido. ¿Volveremos la vista al mar?
(Publicado en La Prensa Gráfica, 26 de mayo de 2011)