miércoles, febrero 29, 2012

Las yinas

María Tenorio

Una de las muestras de tolerancia que, recientemente, ha dado mi madre es que no nos critica cuando nos ve salir a la calle en yinas. Un par de décadas atrás, recuerdo, cuando mi hermana y yo éramos hijas de dominio, fruncía el ceño en señal de desaprobación al vernos cruzar el umbral de la casa enyinadas. Nos decía que ese calzado era propio de empleadas domésticas y que nos pusiéramos zapatos decentes. Pero todo cambia, no solo mi madre. Si bien estas sandalias no han dejado de ser una prenda extremadamente informal, hoy las hay de todos los precios, colores, marcas y orígenes, y su uso no está restringido al interior del hogar o a la playa.

Para un salvadoreño o un guatemalteco no habrá ninguna duda sobre el referente de la palabra “yinas”. Me refiero a las “chancletas” o ese tipo de calzado ligero, originado en Japón, descrito por Wikipedia como “una suela que se sostiene al pie por medio de una tira en forma de V, que separa el dedo gordo de los dedos restantes”. La popularidad de las yinas alcanza a todo el mundo civilizado y no civilizado (ubiquémonos donde nos plazca). Esa idea me deja la lista de denominaciones por países que ofrece la mencionada enciclopedia. En México y en Perú se les llama “sayonaras”; en Argentina y Uruguay, “ojotas”; en Cuba y Dominicana, “mete deos”. En Estados Unidos y en Alemania se les conoce como “flip flops”; en Polonia se les dice “japonki”; en Filipinas, “tsinelas”; en Paquistán, “chappals”; y en Rusia, “vyetnamki”.

En este país, el nombre de “yinas” proviene de un modelo de chancletas, las “Ginas”, lanzadas al mercado por la compañía salvadoreña Balco en algún momento de la segunda mitad del siglo XX. Las originales Ginas Balco, hechas con un material de tipo huloso, consisten en una suela blanca y una equis de color que sujeta el pie. Al ser en extremo cómodas y de precio muy accesible, han sido una prenda muy usada por los sectores populares, sobre todo para mantenerse dentro de la casa y también para proteger los pies de hongos al bañarse.

Las populares Balco son consideradas por muchos salvadoreños como símbolo nacional. Al buscar “yinas balco” en Google se encuentran varias menciones en páginas web salvadoreñas de distinta naturaleza y apenas dos fotos, colgadas como signos de identidad que merecen estar presentes en la World Wide Web. “El que no tenga yinas balco verdes (o en su defecto azul oscuro) para banharse no se puede llamar salvadorenho”, se lee al pie de una de las fotos. En un comentario del blog Churropolis.org se les califica como “guerreras” y “duraderas”, a diferencia de las importadas. Además, un foro virtual, en una expresión racista, incluye, entre “las indiadas de los jalvadoreños”, la de “salir con yinas balco o chancletas a pasear”. En otro foro alguien las considera un producto nostálgico: “creo q la mara en la USA hasta las manda a pedir junto al pollo campero..y el queso con loroco”. Ligia María Orellana le da estatus literario a este calzado en su Tripin versión Tripearte al incluir en una muestra artística “un colorido montaje de 117 yinas Balco clavadas a un muro”.

Hoy en día las yinas, en su sentido amplio, no solo se encuentran urbi et orbi, sino que en nuestra sociedad fragmentada han cruzado clases sociales: están a la venta tanto en los canastos de los mercados como en los “almacenes de prestigio” de los centros comerciales más lujosos, a precios muy distantes entre sí. Crocs, Adidas, Nike, Teva y muchas marcas de calzado deportivo se dedican a confeccionar yinas ergonómicas y lindas. Los chinos, proveederos mundiales de bienes masivos, las fabrican por millones con marca chabeleada.

Las yinas, para mí, son un placer, un lujo, una delicia. Usarlas es sinónimo de un clima benigno o de calor extremo: para los que viven más al Norte o más al Sur, son señal de verano y de playa; para los que vivimos en los trópicos, son señal de comodidad, las podemos llevar todo el año. Cuando entro a mi casa, el ritual tiene dos partes: hago descender de mi hombro derecho mi pesada cartera y me saco los zapatos de calle para ponerme las benditas yinas.

Foto: combatientes de la guerrilla salvadoreña (circa 1981), de autor desconocido

El principio de Arquímedes


Miguel Huezo Mixco

El escritor nicaragüense Arquímedes González está señalando un camino: en países como los de Centroamérica los escritores deben aprovechar las excepcionales plataformas de mercadeo electrónico para la autoedición de sus obras. Si apenas hay editoriales, si las librerías son una especie en extinción, y si los medios de comunicación tradicionales no les tiran bola a los autores, la opción es clara.

En primer lugar, porque publicar en formato electrónico cuesta una fracción de lo que vale la publicación de un libro en papel. En segundo lugar, se evitan las esperas eternas por un dictamen de parte de editores a menudo poco calificados, con notables excepciones, y cuya apuesta suele ser convencional. En tercer lugar, el autor se ahorra la indiferencia de los libreros que suelen confinar nuestros libros al rincón más oscuro
de la librería.

El ejemplo de Arquímedes enseña la manera en que debemos actuar. Hasta hace solo unos días ni editores ni libreros se tomaban en serio sus pretensiones literarias. Entonces se decidió a auto publicar sus libros en la librería virtual de la tienda Amazon. El pasado lunes su novela “La muerte de Acuario” se ubicaba entre los cuarenta y siete libros de la categoría de suspenso más vendidos en la mega tienda on-line, a un ritmo de 250 descargas diarias, a solo tres posiciones de “La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina”, de Stieg Larsson. La noche del miércoles ocupaba la posición sesenta y cuatro. Arquímedes tiene otros siete títulos publicados.

No solo los autores. También los editores salvadoreños visionarios debieran considerar seriamente incursionar en el campo de la edición electrónica. Para el caso, la estatal DPI tiene en su catálogo una nómina de autores exigidos por los programas escolares, que se venden sin mayor esfuerzo, pero se encuentra atada de manos y pies para responder, con el dinero y los recursos de mercadeo de que dispone, a las demandas de las nuevas camadas de autores.

Desearía equivocarme, pero el futuro de la literatura centroamericana, en términos de difusión e influencia públicas, está truncado si depende de las editoriales y los libreros locales. El libro electrónico, en cambio, tiene un potencial mercado de internautas familiarizados con la descarga de productos culturales gratuitos que podrían interesarse en adquirir libros a bajo costo.

En Centroamérica se necesita cada vez menos de los periódicos para la promoción y puesta en valor de las obras. Si a la gran prensa no le interesan nuestros libros, ahora existen revistas como la nicaragüense Carátula, de Sergio Ramírez, la guatemalteca Luna Park, o la salvadoreña Contracultura; y blogs como 1001 Trópicos, de Mildred Largaespada, o Mimalapalabra, del hondureño Geovanni Rodríguez, para citar algunos. Producciones centroamericanas se encuentran también en publicaciones electrónicas como FronteraD, El puercoespín, Orsai, o El Faro, Confidencial y Plaza Pública. El movimiento de autores centroamericanos (escritores, periodistas, fotógrafos, ensayistas, artistas visuales) en la web despliega una importante cantidad de iniciativas.

Por ello, después de cinco meses curando las actividades de los autores de la región en el magacín Autores de Centroamérica, alojado en la plataforma Scoop.it, puedo decir con alguna propiedad que lo importante y lo interesante está ocurriendo ahora en la web, en los blogs y en las redes sociales. El libro es un componente esencial de ese movimiento de cultura digital. Queremos ver más y mejores libros. Publicar en editoriales prestigiosas, fuera de la región, es importante. Pero estos casos serán siempre la excepción, como el de Arquímedes González en el mundo digital. En pobres países como el nuestro donde no hay editoriales ni librerías, los libros electrónicos son un camino a seguir.

Foto: Arquímedes González

(Publicado en La Prensa Gráfica, 29 de febrero de 2012)

miércoles, febrero 15, 2012

Sin zapatos de tacón


María Tenorio

Un signo indiscutible de feminidad son los zapatos de tacón. Se me ocurrió aplicar esa idea después de 5 años de llevar calcetines y zapatos cerrados durante mi vida de universitaria en Ohio, Estados Unidos, donde el frío abarca casi tres cuartas partes del año. Cansada de vestir jeans y camisetas manga larga, decidí que, al instalarme de nuevo en El Salvador, cambiaría mi atuendo por uno fresco, casual y muy “femenino” que incluiría, definitivamente, tacones.

Así fue como, antes de mi regreso definitivo a la patria, me compré cuatro pares de tacones en esas tiendas de descuento que abundan en el norte. Todavía los recuerdo: unas sandalias cafés de cuña y otras negras con hebilla; unos zapatos cerrados azules de punta cuadrada y tacón de madera, y otros negros clásicos. Ninguno tenía tacón de aguja. Siempre fui inútil para los tacones, así que mis nuevas adquisiciones eran bastante conservadoras en cuanto a estilo y altura.

Usé los tacones para breves visitas laborales –pues trabajaba en mi casa— o para reuniones sociales. Apenas los aguantaba para desplazarme. Mis pies, en toda su anatomía, padecían terriblemente. Mi forma de andar se vio afectada, pues me costaba mantener el equilibrio y parecer “natural” al mismo tiempo. Caminar se volvió un acto al que le dedicaba más atención que nunca antes. Mantener el deseado look elegante, chic o glamoroso se convirtió en una tortura para mis extremidades inferiores y, por ende, para mí. Tardé más de un año en renunciar por completo a los zapatos de tacón. No son para mí, me dije convencida, y los regalé. Su buen estado los volvía aptos para seguir martirizando a otra cristiana.

De verdad, para mí fueron eso: una tortura. Y parece que no es una experiencia exclusivamente mía. Dos textos completamente diferentes y distantes en el tiempo así lo reconocen, empleando esa misma palabra. Tortura. El primero es un texto muy sesudo, feminista y crítico escrito por la mexicana Rosario Castellanos en 1973; el otro, un artículo periodístico de hace pocos días basado en una consulta médica.

La Castellanos, en su libro Mujer que sabe latín (1973), dice que el zapato de tacón “posee todas las características con las que se define a un instrumento de tortura. En su parte más ancha aprieta hasta la estrangulación; en su extremo delantero termina en una punta inverosímil a la que los dedos tienen que someterse; el talón se prolonga merced a un agudo estilete que no proporciona la base de sustentación suficiente para el cuerpo, que hace precario el equilibrio, fácil la caída, imposible la caminata.” Según esta escritora, los símbolos de la belleza femenina han sido inventados por los hombres para convertir a la mujer en una especie de deidad inepta, inutilizada, para “reducírsela a la impotencia”. Para convertirla en un objeto y confinarla al reducido espacio de la domesticidad.

A mí la Castellanos me suena demasiado radical: descalifica prácticamente todos los símbolos de belleza femenina, incluso el maquillaje con cuya industria mi palidez está tan agradecida. Pero le doy la razón a esta señora en relación con los tacones. Más aun cuando me acuerdo de aquella canción que alguna vez bailé: “Con zapatos de tacón se mueven/como programadas para coquetear.” No, señores de Bronco; “con zapatos de tacón las nenas” no “se ven mejor que con zapatos de piso”. Ustedes están equivocados.

El otro texto salió publicado en La Prensa Gráfica con el título de “Elegancia que atenta contra la salud”, y, a mi parecer, coloca los puntos sobre las íes en relación con los tacones: los más altos de cuatro centímetros son dañinos para la salud. No hay quien se libre. El médico consultado en ese artículo enumera una serie de males que puede padecer quien lleve este tipo de calzado de forma habitual: juanetes, callos, rigidez en el tendón de Aquiles, deformación de músculos, dolor en los pies y las piernas, artrosis y artritis en la columna lumbar.

Estos atractivos y seductores objetos, así como los corsés que usaban nuestras antepasadas, bien harían en buscar sitio en algún museo.

Ilustración: fragmento del mural en el Centro Cultural Rosario Castellanos, en Comitán, México; obra de Rafael Muñoz López y Mario Pinto Pérez.

¡Arde, Granada!

Miguel Huezo Mixco


Granada, en Nicaragua, arde de palabras. Esta semana se han congregado en aquella ciudad ubicada en la ribera del Gran Lago Cocibolca, unos 120 poetas de más de medio centenar de países. El Festival, uno de los más importantes de América, rinde homenaje al genio de Carlos Martínez Rivas, un solitario empedernido.

Martínez Rivas (1924-1998) comenzó su carrera literaria a los 18 años con la publicación de su poemario “El paraíso recobrado”. Su obra cumbre, “La insurrección solitaria” se publicó en México en 1953. Fue una edición casi desconocida. Muchos ejemplares quedaron guardados y se pudrieron, o fueron devorados por la polilla, cuando el poeta se fue de Nicaragua a Los Ángeles a trabajar como empleado de oficina.

Aquel libro, en cuyo título anunciaba su postura vital, le haría decir a Octavio Paz: “A diferencia de otros rebeldes, Martínez Rivas no quiere ser dios, ángel o demonio; si pelea, es por alcanzar su cabal estatura de hombre entre los hombres”. Añadiendo: “Su rebelión es contra lo inhumano. La rebelión solitaria es legítima defensa, pues ahí, enfrente, actual y abstracta como la policía, la propaganda o el dinero, se alza --y cita uno de los versos del nicaragüense-- ‘La ola de la Tontería, la ola/ tumultuosa de los tontos, la ola/ atestada y vacía’”.

Desde ese su agujero de escorpión, a ratos inhóspito y venenoso, a ratos sublime, Martínez Rivas construyó en medio de largas pausas su obra poética. En sentido convencional, es autor de dos poemarios. El tercero lo construyó con los fragmentos de la cristalería que tiraba en sus frecuentes estallidos de genialidad: textos dispersos, publicados en revistas y periódicos, pero concentrados y perfectos, como los calificó Jorge Eduardo Arellano.

Si me tocara vivir en un satélite lejos del planeta, o en una isla solitaria en medio del mar, y pudiera llevar conmigo no un libro sino solo un poema, traería conmigo “La puesta en el sepulcro. Decimocuarta estación”. Es este un texto de amor impregnado de arrebato, dolor e intensidad como pocos en el mundo. Se dice que le tomó treinta años de su vida ponerle fin. En este poema de 71 líneas que, como un bolero, comienza diciendo “Cuando ya no me quieras”, Martínez Rivas postula el amor como una experiencia azarosa, cuya riqueza reside en su intermitencia y fugacidad.

Con una puesta en escena precisamente de ese poema, seguido de un concierto de Katia Cardenal arrancó --leo en Internet-- el pasado fin de semana el Festival que pone en el aire el nombre de uno de los más grandes poetas de la lengua española. La escritora Gioconda Belli, a nombre de la junta directiva del Festival, tuvo a su cargo las palabras de bienvenida: “Hay pocas cosas que celebrar en el mundo en estos días. Mientras nosotros, aquí reunidos, nos aprestamos a sonreírle a la palabra y celebrar sus posibilidades”.

Gioconda agregó: “Nuestro oficio no es rentable, ni siquiera es popular como el cine, el rock, el baile, los chats y todas esas otras formas de comunicación. Sin embargo es un
oficio terco, un oficio que, pese a no tener fines de lucro y ser ajeno a los mercados, sigue cosechando adeptos en todas partes del mundo. Miren si no, este Festival que hoy iniciamos”.

En el marco del evento, la tarde de este jueves 16 de febrero, en el Convento San Francisco, de Granada, hará su lectura el poeta Derek Walcott, autor de “Omeros”, y Premio Nobel de Literatura 1992. La hoguera de la poesía arde en Granada.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 16 de febrero de 2012)

Foto: Carlos Martínez Rivas