jueves, enero 17, 2013

Nieve


Miguel Huezo Mixco

En los almacenes han comenzado a desmontar las figuras navideñas. Mientras los abetos de plástico son confinados a la oscuridad de las bodegas, van dejando un rastro hecho de innumerables minúsculas bolitas blancas que se desprenden de ellos como una caspa. Es nuestra nieve. La nieve de estos trópicos.

En Facebook se vieron también las estampas que los internautas salvadoreños y de muchas partes del mundo fijan como el lugar por excelencia de la celebración navideña: un espacio donde hace un frío infernal que tiene como centro una casa semisepultada por la nieve, de cuya chimenea emana una lechosa voluta de humo. El personaje principal de toda aquella escenografía es el mítico Santa Claus. Basta mirar su vestimenta para imaginarse lo difícil que la debe pasar en estos parajes cálidos.

Sin embargo, en los hogares y establecimientos comerciales de El Salvador su presencia es inobjetable. La pasada Navidad algunas lavanderías (dry cleaning) lanzaron promociones para la limpieza de los enmohecidos trajes de Santa que salen de los closets en la temporada.

El mito de ese señor rechoncho y regalón no es tan antiguo. Comenzó a popularizarse a principios del siglo XIX, a partir del relato de un poeta que usó como inspiración a un tal Nicolás, un obispo milagrero que les daba de comer a los pobres en una zona de la actual Turquía.

El inevitable árbol de la Navidad, repleto de esferas, luces y brillo, tiene su origen en un hermoso rito pagano al Sol y la fertilidad, la del árbol del universo. La imaginación de los pueblos nórdicos situaba allí la morada de Odín, mago, guerrero, poeta, y padre de las temibles Valquirias. Cuando se convirtieron al cristianismo siguieron usando el símbolo, adjudicándole un significado nuevo, asociado con el árbol de la ciencia del bien y del mal que aparece en el Génesis.

La tradición de los “nacimientos” se atribuye a san Francisco de Asís. Este hombre piadoso, que tenía el don de hablar con los animales, construyó una casucha de paja para recordar el miserable lugar donde nació Jesús, el mártir. Usó personas del pueblo, con sus animales, y recreó la escena del pesebre, donde una estrella hace las veces de un GPS para tres magos millonarios extraviados que buscaban a un niño concebido sin pecado. Todas esas historias han despertado nuevas invenciones.

En El Salvador, ya se ven nacimientos con el infaltable niño Dios gigante, escoltado por Fito, el venado, y Barnie, el dinosaurio gay, integrados al variopinto cortejo de íconos de barro que representan al diablo, policías borrachos, mariachis y temblorosas señoras de la tercera edad, al lado de una leyenda ancestral como la Siguanaba y de un mito global como Lionel Messi. Todo cabe en nuestra propia versión de ese Jardín, que no es precisamente el de las delicias.

¿Cómo se explica esto? La pregunta es inútil. No hay explicación posible. Aunque los historiadores y los científicos se rasguen las vestiduras frente a lo que consideran ignorancia,. Lévi-Strauss dejó dicho que los mitos desafían la inteligibilidad. Pertenecen al orden de lo indescifrable. Todos esos relatos sobrenaturales alcanzan un valor sagrado precisamente por eso. Los mitos nacionales no son otra cosa que narraciones de hechos del pasado debidamente desvirtuados.

Es el poder de la ficción. El error, la falsedad, lo incierto tienen ese desconocido magnetismo que no consigue explicarse solo a partir de la religión, la globalización, el consumismo, o la teoría del vacío de identidad. Así, una pobre casucha de paja se transforma en un altar, y en el interior de nuestros almacenes, inexplicablemente, nieva.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 17 de enero de 2012)

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