jueves, septiembre 19, 2013

Nigel Short en El Salvador

Miguel Huezo Mixco

El ajedrez suele ser asociado con tipos aburridos clavados por interminables horas frente a un tablero. Nada más equivocado. El ajedrez, un precursor de los adictivos juegos electrónicos de nuestros días, consiste en un duelo en el que dos oponentes dirigen a 32 personajes con diferentes poderes, poniendo a prueba su capacidad de anticipación, memoria e imaginación, sin violencia


Es muy extraño. Ni un dirigente de la Federación Salvadoreña de Ajedrez asistió a las partidas de exhibición ofrecidas la semana pasada por el Gran Maestro Nigel Short, uno de los cien ajedrecistas más importantes del mundo.


Short (1965) comenzó a destacarse como un brillante jugador a la edad de nueve años. “El colegio era una pérdida de tiempo para mí”, declara cuando le preguntan por qué abandonó la escuela al finalizar la primaria. Muchos recuerdan que el niño-prodigio leía cómics mientras esperaba su turno para competir contra adultos en los torneos internacionales.


Campeón británico de ajedrez y autor de columnas sobre el juego-ciencia en reconocidos periódicos y revistas, Short tuvo su momento cumbre en 1993, cuando disputó la corona mundial contra Garry Kasparov, perdiendo por cinco puntos de diferencia.

Short ya no es aquel muchachito inglés que dejaba boquiabiertos a los maestros internacionales de ajedrez. Ahora es un grandulón de 48 años, de aspecto melancólico, que recorre el mundo jugando contra quien se le ponga enfrente. El sábado 14, en el auditorio de la Escuela Superior de Economía y Negocios (ESEN), jugó simultáneamente contra 30 oponentes, la mayoría muy jóvenes. Lorena Zepeda (campeona centroamericana), Gustavo Aguilar (campeón nacional), Ricardo Chávez, Érick Godoy  y Rafael Zepeda, pueden presumir de que consiguieron empatarle al Gran Maestro.


El ajedrez suele ser asociado con tipos aburridos clavados por interminables horas frente a un tablero. Nada más equivocado. El ajedrez, un precursor de los adictivos juegos electrónicos de nuestros días, consiste en un duelo en el que dos oponentes dirigen a 32 personajes con diferentes poderes, poniendo a prueba su capacidad de anticipación, memoria e imaginación, sin violencia.
Introducir el ajedrez en la vida de los niños, dice Peter Dauvergne, de la Universidad de Sidney, ayuda a que ellos mejoren su capacidad para resolver problemas, así como sus habilidades en lenguaje y matemáticas. Los chicos también aprenden a tomar decisiones más precisas y a elegir entre varias opciones, suben sus notas en los exámenes y se concentran mejor, asegura.

El domingo 15, Short se enfrentó en el Museo Tin Marín a ajedrecistas provenientes de escuelas de San Marcos y de los colegios Externado San José, Escuela Americana y Oasis. La menor de sus oponentes fue Charliza Arriaza, de seis años. “Las niñas juegan mejor que los niños”, declaró Short al cierre de la agotadora jornada.

Ana Lidia de Flores, directora estudiantil de la ESEN, y Daniel Guttfreund, director del Tin Marín, anfitriones del Gran Maestro, promueven el ajedrez como una actividad clave en la formación de jóvenes y niños. Países como Israel, Armenia y Hungría lo han integrado a sus programas escolares.

El llamado juego-ciencia alcanzó popularidad cuando el norteamericano Bobby Fisher arrancó el campeonato mundial al ruso Boris Spasky, en el llamado “juego del siglo” (1972). Se estima que en nuestros días 600 millones de personas juegan ajedrez en el mundo. Los programas de computadora, como ChessBase, han elevado los estándares del juego. Chess.com ofrece una plataforma donde hasta aficionados, como yo, pueden jugar en línea y participar en foros con especialistas.

“El mundo del ajedrez está en una fase de renovación, y la mayoría de los expertos creen que ha llegado el momento para un cambio en su dirigencia al más alto nivel”, sostiene Short, en su columna en The Guardian.

La visita de Short fue reportada en la prensa y produjo intercambios en las redes sociales. Pero ni en el sitio web de la Federación Salvadoreña de Ajedrez ni en su página en Facebook se dijo una palabra sobre el evento.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 19 de septiembre de 2013)


Foto: Nigel Short (arriba) en sus inicios como ajedrecista, a los nueve años de edad, y a sus 48 años, jugando contra salvadoreños en la ESEN, Antiguo Cuscatlán.

jueves, septiembre 05, 2013

Color de rosa


Miguel Huezo Mixco


Intento explicarle a mi hija que el color rosa no es de uso exclusivo de las niñas. La moda, la cultura, el ambiente escolar y la publicidad influyen para que algunos colores se asocien a lo femenino y otros a lo masculino. El significado que socialmente se atribuye a los colores no es accidental, sino que responde a experiencias muy enraizadas desde la infancia.


Mi carné de un club de Santa Tecla es de color rosado. El de mi mujer, azul. El mundo no está al revés. Hace dos años decidimos hacer uso del beneficio de tomar la membresía pagando una cuota de ingreso menor por ser ella hija de un miembro del club.  Si bien ambos hicimos cabuda para pagarla y las mensualidades salen de nuestro presupuesto, por línea familiar la propietaria de la cuenta es ella.


Los estatutos establecen que los carné azules corresponden a los “jefes de familia”, por lo general varones, y los rosados a las esposas. La primera vez que ingresamos a las instalaciones con mis hijas la menor de ellas se sorprendió cuando le mostré mi tarjeta al encargado. “¿Por qué tenés un carné rosado? No eres una niña”, me dijo casi en un susurro, provocándome una sonrisa.


Hace unas semanas, en este mismo espacio, publiqué mis impresiones sobre la pieza teatral “Anafilaxis”, que hace una crítica demoledora a la homofobia. Mi texto llamaba la atención sobre el hecho de que la noción de “hombre” que domina en nuestra cultura ha provocado enormes daños y confusiones sociales. Un lector anónimo me hizo llegar un mensaje acusándome de “marica” que viste de rosado.


Este color no siempre tuvo un valor femenino. Eva Heller ha probado que durante el período rococó (1730-1760) hombres y mujeres habrían vestido de rosa. Su uso para diferenciar a las niñas de los niños parece haber iniciado, por razones prácticas, en los orfanatos de Francia, en la segunda mitad del siglo XIX. Los pioneros en su uso discriminatorio fueron los nazis, que identificaban a los prisioneros homosexuales con una insignia rosada de forma triangular.


El rosa, o rosado, no es un solo color. Bajo ese nombre se encuentra toda una gama de coloraciones similares. Rosados, aunque diferentes, son el carro de la Barbie, el vestido que lució Adele en la entrega de los Grammy 2013, y algunas de las prendas de lencería diseñadas por Rosie Huntington-Whiteley.

Pero no todo es color de rosa. Entre las heroínas de Disney Blancanieves usa blusa azul y saya amarilla. En su noche mágica Cenicienta lleva un vestido celeste, de un tono similar al de la Bella Durmiente, cuyo príncipe azul, sorpresa, usa una capa de intenso color rosa.



Algunos piensan que su tenaz asociación con la feminidad amenaza con restringir las libertades de la niñez. No hay razones para pelear contra el rosa. “Rosa fue un amor a primera vista/ Rosa cuando apago la luz/ El rosa es como el rojo pero no tanto/ El rosa me eleva como una cometa”, dice el estribillo de la canción Pink, de la legendaria banda Aerosmith.

En su libro ilustrado “¿Hay algo más aburrido que ser una princesa rosa?” (2012), Raquel Díaz Requera cuenta la historia de Carlota, una niña con un armario atiborrado de vestidos rosa, que desea vestir de rojo, verde o violeta, y convertirse en una chica aventurera. Sonará ingenuo, pero el color del vestido no debiera detener a nadie para lanzarse al mundo, como es el caso de la intrépida Dora, la exploradora, que se mete en aprietos vistiendo una camiseta rosada.
Foto: Biplano, manipulado con Retromatic
(Publicado en La Prensa Gráfica, 5 de septiembre de 2013)

lunes, septiembre 02, 2013

Pasteles de barro para Seamus Heaney


Miguel Huezo Mixco

“La autoindagación siempre es arriesgada: puedes acabar haciéndole más caso al forense que llevas dentro que al hombre capaz de accidentarse que eres”

Ha muerto Seamus Heaney. Los obituarios de los periódicos y revistas del mundo lo califican como la figura más importante de la poesía irlandesa posterior a William Butler Yates. Pero Heaney no fue un dublinés, como Yeats o James Joyce u Oscar Wilde, sino un hijo de campesinos. 

Nació en 1939 en medio de ciénagas, en las afueras del condado de Derry, en Irlanda del Norte. Excepcionalmente pudo ir a la escuela. Los libros más importantes en su casa eran las libretas de racionamiento. Todos sus antecesores habían dedicado su vida entera a trabajar la tierra. “Pesa menos la pluma que la pala”, le decían sus padres, animándolo a iniciar una carrera que le convertiría en un reputado académico (enseñó en Berkeley, Harvard y Oxford), culminando con la recepción del premio Nobel de Literatura en 1995.

La idea del poema como una “excavación” estuvo presente desde sus primeros textos. Su conocido poema Digging (Cavando), de su libro “Muerte de un naturalista” (1966) pone en escena a los labriegos golpeando la tierra. El poema termina diciendo:

“Pero no tengo pala para seguir a hombres como aquellos.
Entre el pulgar y el índice
descansa agazapada la pluma.
Cavaré con ella”
Cuando alcanzó celebridad, Heaney le dio rienda a sus memorias de niño pobre. Sus primeros contactos con la lectura tuvieron lugar en la biblioteca escolar, donde leía a la luz de una lámpara de petróleo. También leía los cómics que circulaban entre los chicos de su pueblo por la proximidad de una base militar norteamericana.

Propulsada por el Nobel, su obra poética comenzó a poner en aprietos a los traductores. Es una amalgama de irlandés e inglés británico, con numerosas evocaciones de la vida campesina y claves de las tradiciones de su región. Que yo sepa, no muchos se han atrevido a verterla al español.

Heaney fue un nacionalista que se opuso a la dominación británica y un explorador de las tradiciones irlandesas. Una y otra cosa definieron en buena medida su idea y práctica de la poesía. No son pocos sus poemas que tienen como trasfondo la resistencia católica contra la ocupación británica de Irlanda del Norte. Pero sus simpatías políticas no fueron incondicionales. En un relato de la sombría y peligrosa vida cotidiana en Belfast, epicentro del conflicto armado, Heaney advierte que su sensibilidad se encuentra dividida entre el instinto racial y religioso y el amor humano y la razón.

“La mitad de nuestra sensibilidad tiene una estructura mental que deriva del hecho de pertenecer a un lugar, de tener unos antepasados, una historia, una cultura, como quieran llamarlo. Pero la conciencia”, añade, “es resultado de lo que Lawrence denominó ‘las voces de mi educación’”. Voces, dice, que tiran de uno hacia los traumas políticos y culturales y también hacia las experiencias del mundo que está más allá de la trampa del conflicto. En el drama de la política Heaney se inclinaba a entender su posición como la de alguien que se encuentra actuando en una obra dentro de otra obra.

En su conferencia “De la emoción de las palabras” pronunciada en 1974 en la Royal Society of Literature, Heaney expone su concepción de la poesía como adivinación, como revelación del yo a uno mismo, y como parte de un esfuerzo de restauración de la cultura. Para él, los poemas son fragmentos de un “continuum”, comparables a los descubrimientos de piezas arqueológicas (un tiesto, una figurilla, una máscara) de las que emana un aura desconocida y que dotan al conjunto monumental de valor y autenticidad.

Una parte de su programa estético lo escribió tempranamente en Versos para mí, de su libro “Puerta a las tinieblas” (1969). Desearía escribir --dice-- poemas encorvados y fuertes, atados con correas, que exploten en silencio, sin violencia, haciendo sonar una música clara, como la de “la sierra adentrándose en la madera seca”. Aspira a escribir, declara, poemas sin artificio. Define: “Artificio es la habilidad para hacer. Sirve para ganar concursos (...) Puede hacerse gala del artificio sin necesidad de referencias a las emociones o al yo (...) pero no tiene nada que ver con lo que llamamos voz”.

Le otorga, en cambio, un papel central a la “técnica” que, contra lo que suele pensarse, no está referida solo al modo en que el poeta trabaja las palabras y su dominio de la métrica y del ritmo, sino a la actitud del autor hacia la vida. “Implica el descubrimiento de modos de salirse de sus límites cognitivos habituales” para acceder a un estado que se encuentra a medio camino entre los orígenes de la emoción y las estratagemas formales que sirven para expresarla.

Heaney teorizó sobre la dificultad de distinguir entre emociones convirtiéndose en palabras y palabras convirtiéndose en emociones. Sostuvo que el autor no debe arriesgarse a tratar de ser demasiado consciente de los procedimientos que sigue. “La autoindagación siempre es arriesgada: puedes acabar haciéndole más caso al forense que llevas dentro que al hombre capaz de accidentarse que eres”, sentencia.

En su idea estética la memoria tiene un valor central. En su Requiem for the Croppies (Requiem por los campesinos) relata cómo de las fosas comunes donde yacían los masacrados de una de las revueltas campesinas del siglo XVIII brotan espigas de cebada que provenía de los granos que los ‘croppies’ llevaban en sus bolsillos para ir comiendo durante la marcha. Esa metáfora de renacimiento le sirve para indicar la profundidad de la revuelta irlandesa en la segunda mitad del siglo XX.

Ese texto resume su tentativa de dotar a los hechos del pasado de un conjunto de imágenes y símbolos que hagan justicia a “la intensidad religiosa de la violencia en toda su deplorable autenticidad y complejidad”. El uso del calificativo de “religiosa” no es gratuito: apela no solo al sentido sectario, sino también a la historia misma de su pueblo, en donde la Madre Irlanda, la Shan Van Vocht, numen territorial de origen indígena, fue suplantada por un culto masculino introducido por tipos como Oliver Cromwell, el fundador de la Mancomunidad de Inglaterra, cuyo dios está encarnado en la figura de un rey que vive en Londres.

La poesía tenía para Heaney un papel en el establecimiento de una relación significativa entre el presente y el pasado. Un esfuerzo que, en las circunstancias de enfrentamiento que vivía Irlanda, adquiría un carácter de urgencia. “Una cosa es formar un poema y otra, muy distinta, es forjar, como dice Stephen Dedalus, la conciencia increada de la raza”, escribió.

Heaney fue un escritor implicado en los acontecimientos de su Irlanda natal, y excavó con la fruición de un labriego para poner a la luz una poesía con resonancias nacionalistas. La Academia Sueca falló a su favor la entrega del Nobel por una “obra caracterizada por su belleza lírica y su profundidad ética, que hace surgir los milagros de lo cotidiano y el pasado vivo”. 

“Pasteles de barro son la comida de los muertos”, escribió Heaney en su canto fúnebre a la muerte de Joseph Brodsky. “Pasteles de barro”, pues, para el poeta campesino.

(Publicado en El Faro, 2 de septiembre de 2013)

Foto: Heaney en la escuela, el cuarto, de pie, de derecha a izquierda.

Vídeo de su funeral en Dublín: http://www.theguardian.com/books/video/2013/sep/02/irish-poet-seamus-heaneys-funeral-dublin-video

Bono (U2) y Seamus Heaney: http://www.theguardian.com/books/2013/sep/01/bono-seamus-heaney-tribute-poetry